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Al ritmo de Namora, un destino entre cuerdas y notas musicales

Hace 101 años se creó el distrito de Namora (provincia y región Cajamarca), en un vallecito que “comienza con maizales cercados por árboles de capulí y de eucaliptos”, como le describiera en su momento el gran José María Arguedas. Desde entonces y desde siempre, esta tierra atrapa por su tranquilidad, sosiego y bucólicos paisajes, pero, también, por su intenso carnaval y el vibrar de las cuerdas de las guitarras que se elaboran en sus talleres artesanales.

Texto: Rolly Valdivia Chávez

Si hasta un conejo puede dar un consejo, no podría considerarse como un disparate, atrevimiento o injustificable exceso de confianza que, antes de empezar de lleno con mi relato, me animara a sugerirles o recomendarles un par de acciones. Total -y salvo mejor parecer- tengo -o debería de tener- más criterio, experiencia y capacidad intelectual que el orejudo mamífero.

Desde ese perspectiva es que me tomo la libertad de soltar una idea que hará más agradable su experiencia de lectura. Sí, lo sé, también podría contribuir a hacerla menos desagradable, pero prefiero creer que usted disfrutará plenamente de esta crónica que no tiene nada que ver con los conejos, pero sí un poquito con los cuyes, aunque estos últimos no dan consejos, solo pronósticos deportivos.

Si aciertan o no es intrascendente en este momento. Lo importante ahora -sí, justo ahora para que nadie se impaciente- es decirle que sintonice en su plataforma musical favorita, un carnavalito bien movido o, en caso contrario, algún solo de guitarra de esos que hacen vibrar hasta el alma. En ambos casos, esas melodías le ayudarán a crear una conexión especial con el distrito que les presentaré.

También podría suceder que usted tenga entre sus cosas una guitarra u otro instrumento de cuerda. De ser así, le pediría ir a buscarlo para que verifique su lugar de fabricación. Quizás se lleve una sorpresa. Tal vez descubra que fue hecho en Namora, sí, en Namora, el destino que marcaría mis rumbos en la etapa final de una larga travesía de café, verdor y aventura en la región Cajamarca.

Esa era mi modesta sugerencia, mi sencillo consejo sin ser conejo. Ojalá puedan seguirlo para que, de cierta manera, se transporten a esta tierra apacible y ajena a las prisas que nos persiguen o atormentan en las ciudades. Calma y sosiego en el pueblo, en la laguna con nombre de santo, en la ribera del río, en el camino incaico que recoge mis pasos y en los ya célebres talleres de los maestros guitarreros.

Un distrito entre cuerdas e instrumentos que esperan a las manos que les sacarán sus mejores melodías. En los talleres, los artesanos te reciben con un gesto afable y una sonrisa de orgullo porque “a cuánta gente habré hecho feliz con mis guitarras”, se emociona al decirlo Luis Romero Chávez (71), un maestro de la vieja escuela, de los tiempos precursores en los que “todo se hacía a pulso”.

Él le agradece a Dios por haberle dado esa profesión que aprendió gracias a un vecino. En ese entonces, rememora, que eran unos cuantos nomás y que no era fácil empezar, independizarse, trabajar solo. “En aquellos años me vendieron un cepillo, era caro, y, para comprarlo, tuve que pagar la mitad del precio con un toro”, cuenta divertido, pero con una pizca de nostalgia por lo vivido en sus inicios.

Don Luis es hoy un maestro respetado y uno de los más antiguos de su caserío, La Chilca, y de todo un distrito en el que las guitarras, los violines, los charangos y los ukeleles fabricados en sus talleres, son un símbolo de identidad, como lo es el carnaval que “nació en Namora y creció por el camino, ahora que está grandecito, dicen que es cajamarquino”, como se proclama socarronamente en una copla.

“Yo no pierdo mis costumbres”, dictamina el señor de los diapasones y las clavijas, cuando evoca los jueves de compadres o comadres, en el que se “compartían cintas de colores para adquirir el compromiso del compadrazgo, con el fin de establecer vínculos de amistad”, explicaría el alcalde Juan Carlos Lobato, al colega Luis Yupanqui para un artículo sobre el carnaval publicado en el diario oficial El Peruano.

Días de jolgorio y efervescencia. De chichita sabrosona que se invita y se comparte. “Lástima que ya esté pasadita sino…”, dice nuestro anfitrión desde una silla de madera por la que mira un poquito del verdor de su caserío. Nos salvamos. Si estuviera en su punto, fácil que terminábamos armando un carnaval fuera de tiempo, sin corso ni carros alegóricos, pero con harta música y muchas coplas.

Ya me veo haciéndole la segunda al maestro Romero Chávez y diciéndole -por el seductor influjo de la fiesta- que segurito es mi pariente cercano o lejano, pero mi pariente al fin y al cabo, mientras él se cala el sombrero, afina las cuerdas y prepara su voz para afirmar que “esta guitarra que toco, tiene boca y sabe hablar, solo le falta el pañuelo, para ayudarme a llorar”.

No, eso no. Nada de llanto, pura sonrisas y picardía en “el vallecito de Namora (que) comienza con maizales cercados por árboles verde capulí y de eucaliptos; junto a los árboles, el maguey levanta sus floras hasta la altura de los frutos del capulí y de los sauces”, como lo describiera en su momento José María Arguedas, el peruano de todas las sangres, en la primera mitad del siglo XX.   

“Aquí están los cholos del norte -escribiría en su artículo El carnaval de Namora-, vestidos de blanco, con sus sombreros de paja, cantando en castellano, en la plaza de su pueblo. La plaza, que es todo el pueblo, vibra; en el pampón, junto a las ramadas, a la puerta de las tienditas, o llegando de los caminos de entrada y cruzando con paso solemne todo el pampón, cantan fuerte todos. Y con guitarra”,

Arguedas, agrega en el texto publicado originalmente el 27 de abril de 1941 en el diario La Prensa de Buenos Aires y años después en El Comercio de Lima, precisaría que los namorinos “cantan por grupos o por parejas, con los ojos cerrados, o con cierto aire de desafío, levantando las guitarras hasta el pecho. Pero este coro disperso en grupos y parejas domina la plaza, llega lejos y entusiasma”.

Así de lejos habríamos llegado si la chichita no estuviera pasadita o si las premuras viajeras no nos obligaran a adelantar la despedida. Nos vamos de La Chilca. Nos vamos del taller del maestro Luis -que casi casi termina siendo mi tío-. Nos vamos a pescar, a caminar, a navegar, a seguir hablando de guitarras porque la referencia y mención más antigua de ese instrumento en Namora, es la de Arguedas.

Hay un vacío en la línea de tiempo. No existe certeza de cuándo empezó la elaboración artesanal ni quiénes fueron los iniciadores, me explicaría Rocío Llatas Vásquez, la subgerenta de Cultura y Turismo de este distrito cajamarquino, quien nos guía y acompaña por los caminos de Namora “donde cantan los zorzales, comiendo su capulí”, si me permiten una última copla.

Adiós al carnaval imaginario o frustrado por falta de chicha. Bienvenidas las truchas de El Paraíso, una piscigranja que hace honor a su nombre, un remanso al lado de un río rumoroso y engrandecido por las lluvias. “Desde hace tres años recibimos turistas”, hace memoria Javier Ordóñez, el propietario de este edén particular en el que los visitantes pueden pescar y degustar lo que atrapan.

“Mi papá trabajaba en la piscigranja del Gobierno Regional”, explica el génesis de su paraíso namorino y agrega que “nosotros identificamos que había un nicho de mercado para la pesca deportiva. Los fines de semana la gente venía al río, entonces, nosotros habilitamos una pocita. Luego hicimos el restaurante”. No más palabras. Dónde están las cañas y la carnada. Hay que asegurar el almuerzo.

Como pescador soy buen cronista. Al final arrugo, me intimido, prefiero ‘retratar’ la experiencia de los demás miembros de nuestro equipo periodístico. Y, bueno, que les puedo decir… ah, ya sé, lo importante es intentar, pasarla bien, divertirse. Mentira. Aprobaron. Pescaron varias truchas arcoíris, las suficientes como para hacerse merecedores al cebichito de ley que anima a continuar la ruta.

Nos vamos, otra vez nos vamos. Rapidito, pero contentos nos vamos, como lo hicimos del Taller Namororco, la primera parada del itinerario. Fue allí donde conocí a Henry Castope quien, a sus 30 años, es uno de los representantes de la nueva generación de guitarreros. Él, y otros como él, son los custodios de la tradición. En su arte está la responsabilidad de mantener el legado y la pasión de sus antecesores.

Henry lo sabe. Él proviene de una familia de artesanos. Calmado y preciso en sus movimientos, continúa con su labor mientras comenta que “hay que tener paciencia para hacer una guitarra. Al final, todo es fácil cuando uno se lo propone”. No me convence. Todo lo que hace me parece complicado, tan complicado que hasta se me dificulta explicarlo en palabras. Renuncio. Discúlpenme. No lo haré.

Mejor les propongo algo: vengan a Namora, conozcan a Henry, véanlo trabajar y, si entran en confianza, pídanle que toque un ratito una de sus guitarras. Luego visiten a don Luis, él les contará el trabajo de los maestros antiguos y, con un poco de suerte, hasta les invitará una chichita en su punto. Sí, anímense también a visitar El Paraíso de Javier Ordoñez y, después, échense unos pasitos en el Qhapaq Ñan.

Hacía allá vamos. La carretera. El desvío. La señal que revela la existencia de la senda ancestral. En Namora se han recuperado 3766 kilómetros de una vía que inicialmente fue utilizada por los cajamarca, y, luego, mejorada por “los incas, quienes conquistaron estas tierras en el año de 1470, aproximadamente”, como se lee en la Guía Práctica para el Viajero que nos entregó Rocío.

Caminar desde la Plaza Mayor hasta la laguna San Nicolás es una experiencia recomendable para aquellos que quieren acercarse a la naturaleza con la fuerza de sus pasos. Soy uno de ellos, pero hoy el tiempo juega en mi contra. Nubes negras. Mal presagio. ¿Vendrá la lluvia? Viajero prevenido vale por dos. Precaución. Solo recorreré el último tramo, total, suele decirse que para muestra basta un botón.

Montañas en el horizonte. Surcos que están listos para la cosecha. Aire puro que reconforta. ¿Y la lluvia?… De pronto: la laguna. San Nicolás, te veo desde lo alto. Me gustas, me impresionas. Te recuerdo. Hace varios años estuve aquí, conociéndote, admirándote, siempre con la cámara y la libreta al ristre. Aquella vez era parte de un rally, no de autos ni de motos, de observadores de aves.

Los mejores birdwatchers te visitaron y recorrieron buscando las especies que anidan en tus árboles y totorales. Potencial natural que se debe conservar y proteger. En San Nicolás es prioritario mantener el equilibrio ecológico y desarrollar el turismo de una manera sostenible y armoniosa con el medioambiente. Solo así las futuras generaciones podrán vivir la experiencia que les estoy relatando.

“Hermoso paisaje, hermosa laguna. Antes era bien pequeña, un lunar en la panza de un elefante. Luego creció y creció porque salía agua del cerro. Eso es lo que dicen”, eso es lo que me cuenta Leandro Pérez Oca, namorino de nacimiento que hace cinco meses inauguró las Brisas de San Nicolás, un restaurante para “acercarse a la naturaleza y compartir los alimentos de la chacra”.

Inquieto, locuaz, vivaracho, Leandro tiene muchas historias por contar, como la del “torito pintón que estaba ‘shululando’ la nariz (sudando) y fue visto por su abuelo, quien entusiasmado bajó a cogerlo, pero justo vino un viento fuerte que hizo volar su sombrero. El abuelo corrió, corrió, corrió hasta que logró recuperarlo. Sombrero en mano volteó y se dio cuenta que el torito había desaparecido misteriosamente”.

Lo que sucedería después fue trágico e inexplicable: “el abuelo se puso mal en la casa. Nadie pudo curarlo. El pobre murió. Ese toro lo enfermó”, acaba la historia y empieza con otra, la de los puquios Lorito y Otorongo (están cerca a la laguna) que “entre ellos conversan y dialogan para decidir a quien se comen y a quien dejan pasar”, quiere meter miedo mientras un cuycito bien sazonado aparece en la mesa.

El picante de papa con arroz de trigo más su cuy frito o estofado, es una de “las preparaciones namorinas más populares”, se lee en la guía que citamos anteriormente. No es el único potaje. Hay otros como el chicharrón con mote, la sopa de mote con tocino, el caldo de cabeza, el ceviche de patitas de cerdo, entre otras, como el puchero y la chicha de jora, infaltables en el carnaval.

Otras voces, otros relatos lacustres al final de la jornada. “Mi padre fue el pionero. Este señor está loco, decían, pero se equivocaron. De su iniciativa nacieron los demás negocios turísticos”. Con esas palabras, José Ordóñez, resalta la actitud de su padre, fallecido en 2010. “Él siempre nos decía, nunca dependan de otros. Esa era su meta. Eso lo que quería para nosotros y, en mi caso, se ha cumplido”.

Ser el iniciador nunca es sencillo. “En los primeros años de 2000 vinieron de una oenegé de Cajamarca. Su idea era hacer un lugar turístico, un hospedaje comunal, pero la gente no quiso. Mi padre (que también se llamaba José Ordóñez) si quería y aceptó, entonces, muchos dijeron que él había vendido la laguna a la mina. Puras mentiras”. El tiempo pasó. El tiempo le daría la razón.

San Nicolás es ahora un importante destino turístico. Su cercanía a Cajamarca (40 minutos en auto) lo ha convertido en un espacio ideal para escapar del estrés. Familias enteras se relajan, se divierten, crean recuerdos imperecederos aquí, en Sumaq Wasi (la casa bonita en español), el hospedaje creado por don José, dirigido por su hijo, bajo la atenta mirada de su madre, la señora Carmen Gallardo.

“Quiero mejorar mis servicios e incrementar mis actividades. He participado en Turismo Emprende para hacer que las personas con discapacidad visual tengan la experiencia de acercarse a las aves, a través de impresiones 3D de las especies de la laguna. También grabaremos sus cantos y sonidos”, revela sus planes José, antes de invitarme a navegar en una embarcación de totora.

Cae la tarde en San Nicolás. El cielo no deja de amenazarnos con sus nubes de lluvia. Bah, ya no importa. Solo quiero relajarme, bromear, reír para no pensar en mi retorno a la rutina urbana ni en el texto que tarde o temprano escribiré sobre esta travesía. Un texto que, quizás, tal vez, quién sabe señor, empezará con el consejo de un viajero que no es un conejo.

En Rumbo

El viaje: Desde Cajamarca por vía terrestre, tras un viaje de 40 minutos, aproximadamente.

Altura: 2750 metros en la zona urbana. El rango altitudinal del distrito va de los 2612 en La Chimbana a los 4090 metros en Collpa.

Dormir y comer: La zona urbana y la laguna San Nicolás cuentan con diversos servicios turísticos que le permitirán al viajero pasar una estadía agradable y segura.

La agencia: Si desea visitar los mejores destinos de la tierra del carnaval, confíe su itinerario a Cajamarca Travel. La calidad de su servicio está más que garantizada.

Por descubrir: En el distrito hay otros potenciales atractivos, como el centro arqueológico de Collor, la laguna Quelluacocha, la catarata El Cumbe, entre otros.

Lectura: Si quiere conocer el texto completo de José María Arguedas puede siga este enlace: https://elnuevodiario.pe/2021/01/el-carnaval-de-namora/

La primicia: El viernes 22 de abril se colocó la primera piedra de la remodelación de la Plaza Mayor de Namora. La obra cuenta con la autorización de las autoridades del Ministerio de Cultura, puesto que este espacio histórico es considerado Ambiente Urbano Monumental, integrante del Patrimonio Cultural de la Nación. En la ceremonia se enterró una cápsula del tiempo en la que se incluyó un ejemplar de la guía citada en esta crónica. (Información extraída de las redes sociales de Rocío Llatas)

Rumbos del Perú agradece el apoyo de la Municipalidad Distrital de Namora para la realización de esta crónica.

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