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Cultura

De los antiguos hoteles y más …

Por Ana María Malachowski


Diferencias entre unos y otros las habia, pues, mientras los hoteles dieron alojamiento a los extranjeros y nacionales adinerados y se caracterizaron por brindar comodidad y seguridad a sus huéspedes; los tambos y las posadas, en cambio, eran casas de huéspedes para los viajeros con menos dinero.

Los tambos, en tiempos en que Lima vivía amurallada, estaban situados en las inmediaciones de las portadas; era el lugar donde se hospedaban los arrieros y los que importaban víveres desde la sierra. Cruzando el Puente de Piedra, el de Montesclaros, aparecía el Sol y en los tambos cerca a Maravillas o Cocharcas además de Malambo, «se paga por el cuarto un real por cada bestia que entra en los corrales».


No viajaré esta vez a las épocas de Valdelomar, quien escribió estas líneas en mayo del diecisiete, cuando Anna Pavlova, la frágil ballerina rusa, se hospedó en el Hotel Maury de la calle Bodegones.

Estamos más o menos a mediados del diecinueve, en épocas de Manuel Atanasio Fuentes; épocas en que escribió «La Guía del Viajero en Lima» donde cuenta que los hoteles Morin y el Francés del amable don Pedro Maury eran los más cómodos y los que contaban con mejor asistencia; las habitaciones o viviendas -como así las llama- estaban amuebladas con bastante decencia. En el Morin, ubicado en los altos del Portal de Escribanos, un poco más barato que el Maury, servían el desayuno a las nueve y media para almorzar, como era costumbre por entonces, a las cuatro de la tarde.

El servicio era a la francesa; y, como hasta allí solían llegar algunos viajeros, se hablaba francés, español e inglés. El Morin fue famoso por sus baños tibios lo que le valió que un día le ¡cayera una tremenda multa! Una multa le cayó por culpa del vapor que despedían las calderas en el techo; el fastidioso vapor que teñía de negro las paredes de su vecina, la calle de las Mantas. 


«Mantas es la más animada, allí está el afamado Hotel del Globo, favorecido por el público hasta el extremo de haberse hecho, por insuficiencia del amplio local (..), del balcón otro comedor…».
No había comedor ni fonda en el Hotel Europa, en la calle Jesús Nazareno, que, escriben los cronistas, era la calle de los guitarristas y es que allí se vendían guitarras con las que los aficionados a las cuerdas se lucían en las fiestas; en el Europa, de propiedad de don Eduardo Gil, sólo servían té y café, chocolate espumante, vinos y algunos copetines; mientras, en el Hotel Universo, en la Plazuela del Teatro, a unos pasos de la casa donde más tarde viviría Prada, no había nada; ni café ni té y mucho menos licores. En verdad, este hotel, según cuenta el cronista de Lima, contaba con fama ¡no muy santa!  
«Muchos buscadores de oro cuyos barcos se detuvieron en el Callao visitaron la cercana Lima…».


Para llegar a hospedarse en la Bola de Oro, en la suntuosa Mercaderes; eran, por lo general, viajeros norteamericanos y de otras nacionalidades con destino a California; sin embargo, no solamente la Bola de Oro, el Maury o el Hotel Morin, sirvió de hospedaje a los buscadores de fortuna pues estos hoteles fueron muchas veces alojamiento de médicos, algunos de «subido mérito», y, otros, ¡auténticos charlatanes!

En la posada de la Bola de Oro se puso de moda el almorzar y comer a cualquier hora. Unos tomaban té y otros café. Otros iban a pasar las horas; horas dormidas, quizá aburridas, en las que, a falta de revueltas y cierrapuertas, tocaba a los ociosos conspirar, con su «asentativo de cognac o de aguardiente» en mano, contra el caudillo de turno, asegurándole la pronta derrota, probablemente, al día siguiente.   

«En épocas de la Colonia existió en esta calle numerosos almacenes, que en sus vitrinas exhibían artículos de joyería de fantasía, pero los que más seducían eran unas espadas…». He allí que la calle se llamó de los Espaderos donde existían varios hoteles. Uno de ellos, El Cardenal, y junto a él, en Mercaderes, el Independencia, al costado del Hotel Americano, donde solía comer don Manuel Candamo, antes de llegar a la presidencia. El Americano, de los hermanos Grellaud, tenía las mejores viandas: ceviche de corvina, arroz con pato o un jugoso roastbeaf con ensalada; tenía este hotel, además, una pileta en medio del patio rodeado de macetas con violetas, las preferidas de don Andrés Avelino Aramburú; y, en la pileta, se exhibían las tortugas para la sopa y las ranas para el caldo. Caldo no era precisamente lo que ofrecía Coppola en su afamada fonda de Espaderos frente al Broggi; pero sí servían la sopa de tortuga en la muy elegante fonda del Caballo Blanco, en el Maury; esta fonda no tenía competencia y mucho menos podía competir con ella la Joven Italia ubicada en la calle de las Mantas.

En el hotel de la calle Bodegones despachaban «todo plato a medio real» al mismo tiempo que, en la fonda de las Mantas, daban ¡cinco platos por dos reales a toda persona que mandase de la calle! Pero, quizá, había gente que buscaba una mejor oferta; buenas ofertas eran las que ofrecía la fonda San Jerónimo en Polvos Azules, allí, cada plato costaba medio y medio también valía el café o chocolate con tostadas y los dulces un cuartillo y para el que no quedaba muy convencido, se le hacía una rebaja más, siempre y cuando… ¡tomara ocho platos! 

           
Fuentes:Lima a fines del siglo XIX, Víctor M. Velásquez Montenegro • La Ciudad de los Reyes y la «Guía del Viajero en Lima» de Manuel Atanasio Fuentes, César Coloma • Cafés y Fondas en Lima ilustrada y romántica, Oswaldo Holguín Callo • Nuestra pequeña historia, José Gálvez

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