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Personajes

El Planeta Solari

Foto: Miguel Ruiz

Afirma que Dios creó la comida, pero que él la perfeccionó. Pedro Solari fue un gran cocinero, un asceta que escuchaba tangos y coleccionaba chucherías. Amigo de estrellas, generales, magnates, don nadies y presidentes, el padre del cebiche habló fuerte sobre la cocina y otros menjunjes en esta entrevista realizada el 2016, cuatro años antes que partiera a cocinar en el cielo.

Por Martín Vargas 

El rey de la cocina peruana vive en un castillo de tres pisos levantado en los años del general Odría. Su palacete está pintado de amarillo melancólico y descansa en una calle con nombre de guerrero inca: Cahuide, en Jesús María. Pero, aunque Solari está a punto de cumplir 94, sigue lúcido y con un carácter bonachón y ácido, como los limones que hacen posible su plato maravilloso.

Creador del cebiche que conocemos, Pedro Solari vive de espaldas al glamour plástico de los cocineros en boga y le valen madre las ferias. Sigue bebiendo whisky de 15 años para alegrar el espíritu. “Mistura es puro chancho y chicharrón. Ese plato no es comida peruana y encima le echan cerveza, eso es una cojudez”, dispara.

Apunta que es una pérdida de tiempo. Que nunca puso su stand en Mistura porque él cocina rico y para cocinar rico, replica, no se puede preparar para mucha gente. Y es que Pedrito es un artesano del sartén y su ecosistema es su huarique.

Sin pelos en la lengua, ni deudas que guarden las formas, afirma que en el Perú no hay restaurantes de lujo y no tiene cocineros a quien admirar. Le sale el barrio no obstante su pinta de dandy con guayabera, y dice que los restaurantes de ahora dan una mierda. Que la auténtica comida se hace a mano, como su mítica papa a la huancaína que le tapó la boca al mismísimo Aristóteles Onasis.

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“Ni con batán ni con licuadora. En mi casa estuvo Onasis, el multimillonario. Lo llevó mi gran amigo Luis Banchero Rossi y se quedó maravillado por mi crema huancaína. Me dijo que era magnífica, que se le podía echar a todo, no como las salsas francesas que solo son de guindones o aceitunas”, recuerda, y pide a su fiel compañera, Teresa, que abra la double JW y nos sirva unas copitas.

Solari reafirma que no dejará un libro de recetas cuando muera. Que quienes no comieron de su mano, que se jodan. Rubrica que no enseñará a nadie cómo cocinar porque el truco no está en la receta, sino en las manos, en el impulso vital para transformar lenguados en bocados lujuriosos.

Dispara. Dice que es mejor no vender la experiencia, que no se puede pagar la renta por el talento. Que no tiene sentido enseñar sus recetas porque las prepararán mal y entonces caerá el maleteo impune y su honor se irá por la borda. “No vale la pena porque la harán mal y van a decir ¿Esta es la comida que hacía Solari? esto es una porquería” espeta.

Presidentes como Benavides, Odría, Prado, Belaunde o García, actores como Cantinflas, John Wayne, cantantes como Celia Cruz, Chabuca Granda y Armando Manzanero, son sólo algunos de los más celebérrimos personajes que pasaron por su restaurante de cuatro mesas, por ese búnquer donde conoció a Toshiro Konishi, el gran itamae que después de probar su cebiche juró por todos los santos habidos y por santificar, que nunca lo prepararía porque era imposible mejorar la perfección.

“La comida debe ser honrada. Mi felicidad es ver a la gente disfrutar mi comida. No es porque lo haga yo, pero el mejor cebiche del Perú es el mío y no tengo trucos. Solo es ají, pescado, cebolla, sal y limón. Al limón sólo se le debe dar una vuelta”, acota y ahora el que dispara soy yo: ¿Y el cebiche de Javier Wong no es el mejor?

Dice que no. Que Javier no limpia bien el lenguado, que lo prepara rojo porque es flojo, que no le quita todas las venas y la sangre malogra el pescado. Que así le ponga pulpo para pasar piola el color carmesí del lenguado y bajarle la intensidad, la diferencia se nota en el sabor.

La vida loca

Foto: El Comercio
Fotos: Miguel Ruiz

Antes tomaba una botella de whisky al día, comenzaba a las doce y terminaba a golpe de seis de la tarde cuando llegaba el pan. Ahora se cuida un poco más y sentencia que no importa mucho la etiqueta, solo que tenga más de 15 años. Tres copitas por día son suficiente, dice. Y es que el cuerpo no aguanta como antes, como cuando se jaraneaba con la burguesía limeña con la que se codeó gracias a sus sancochados y cebichitos.

“¿Tú ves que en alguna casa de un cebichero tengan muebles tan lindos como los míos? No. Cuando muera no dejaré herencia, el primero que entre a mi casa que se lleve todo”, suelta y manda al diablo el prejuicio sobre los cocineros hombres. “Se decía que los hombres que cocinaban eran rosquetes. Yo fui una prueba que eso no era así”, afirma tocándose el pecho y vaya que tiene razón.

Corría 1951 y la llegada de Damaso Pérez Prado, el rey del mambo, desató la locura entre solteras y amas de casa con permiso para pecar con el pensamiento. Las entradas al Embassy se habían acabado y Pedrito, aunque era fan del cubano, no tenía tickets para el concierto del año.

“Así como tenía amigos del barrio, también los tenía en el Club Nacional. Cómo me voy a olvidar de Amazona, una feísima señora de sociedad que, aprovechando la amistad con el cholo Mercado, dueño del Embassy y el City Hall, me llevó a ver a Pérez Prado. Una vez acabado el show lo invitó a su casa. A tal punto llegó la juerga que terminó vestido solo con su corbatita michi”, recuerda Pedrito y afirma que, aunque le gusta el bacanal, él también amó.

Como buen galán, recomienda las italianas por su fogosidad, pero sobre el placer de la carne dice que no hay como la mujer peruana que, aunque es muy jodida, es la más querendona. A manera de consejo suelta su teoría sobre el amor. Según Solari existe, pero si mientes se jode todo. Conjetura, con la solemnidad de un masón mestizo, que en la vida no se puede ir engañando.

Fotos: Miguel Ruiz

“Si uno ama, tiene que dejarse de cojudeces. El amor no solo es sexo. Tiene que haber respeto. Yo conocí, por ejemplo, una relación tormentosa entre Doris Gibson y Sérvulo Gutiérrez. El pintor no sólo la retrataba en sus cuadros, sino que la arrastraba de los pelos por la Plaza San Martín. No sé por qué duraron tanto”, sentencia y me dice que ya habló bastante, que otra vez será.

Antes de irme, Solari tiene que escabullirse de esa burbuja romántica. Entonces, como una manera de engordar su orgullo bien ganado, me pide que recite la décima que Augusto Polo Campos le compuso en los setenta. Luego me recuerda que tuvo el primer auto fantástico de Lima (un Mazda con sensor de voz), que almorzaba con Tomás Marsano, que jugaba ocho locos con Felipe Graña y que Juan Velazco lo quiso matar cuando le criticó su estrepitosa reforma agraria.

Él es Pedro Solari, y aunque dice que jamás pagaría por publicidad como sí lo hizo un colega para hacerse conocido, sostiene que entendió que a veces el boca a boca no basta y que esta entrevista ayudará un poco a que las nuevas generaciones lo conozcan. Ah, y eso sí, me pide que revise bien mis cosas porque si olvido algo, se requisa.

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